minicuento:
Hoy moriré, gracias a dios.
El Consejo, 25 de junio de 2015
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Excrecencia
Diphtery estaba cada vez más robusta, más lozana, hasta parecía más alta. Por eso veíamos como natural que su pequeño novio, el último, se veía más delgado, más pequeño, casi que más transparente.
Di, como nosotros la llamábamos, lo tomaba por el cuello y lo cargaba por la casa como si de un gatico se tratara. Luego lo traía a la cama y se lo colocaba, como si más que su novio se trtara de su supositorio de las buenas noches.
Di se olvidaba de él por varios días y con alarma lo encontraba pálido en un runcón, entonces lo llevaba a la cama donde lo usaba hasta el cansancio o hasta que se que dormía.
Hoy Di se ha sacado de la vagina una extraña costra, grande y seca, preocupándose por lo que podría ser. Mientras se afeitaba las piernas y se veía en el gran espejo de la pared, pensativa, se acordó repentinamente del novio: Aún con crema en las piernas dio vueltas por la casa, examinó el techo y las ventanas, pero no encontró ningún indicio de que se hubiera podido marchar: Examinó con mucho cuidado la costra sobre una gran toalla de papel y confirmó sus sospechas: no era una excrecencia de su cuerpo lo que allí estaba sino los restos de su último novio.
Con fingida naturalidad, Di camina hacia un depósito de basura en una calle poco transitada y deposita un paquetico bien cerrado. Luego sigue su camino sin mirar atrás.
(El Consejo, 20/2/2006)
Chocolate con café
Miraba desde la ventana al camino, ya oscuro, que lleva al caserío. Atisbando por si alguien subía. Hacía sólo un momento que pasó, abajo en la carretera, el último transporte que siempre daba un toque de corneta antes de llegar. Pero no se veía a nadie en el caminito.
Hace años, a esta misma hora, recibió una inesperada visita: Comenzaba a llover y esta casa es el único sitio donde guarecerse. Le abrió la puerta por civismo y hospitalidad, luego preparó chocolate caliente que lo completó con café porque no tenía más. Y cerca del fogón recordaron sus cercanías. Más tarde, esa noche, vivieron viejas fogosidades hasta casi el amanecer. Entonces, con el toque de corneta del primer transporte del día, salió con un adiós casi mudo.
Varias veces a la semana se oía el mismo llamado a la puerta, preguntando por un chocolate con café, y luego sin palabras se amaban con ímpetu aunque cuidando cada quien de no creer que un transeúnte pueda querer quedarse. Porque anteriores desamores le habían hecho una persona escéptica.
Varias veces a la semana ocurría la bella visita, ya casi sin argumento porque algunas veces llegó a faltar el chocolate o también caricia alguna. Era una visita sin compromiso y sin consecuencias, donde la bebida caliente se compartía y la casa se llenaba con el pequeño milagro de su cálida presencia.. Hasta que la corneta inexorable le llamaba a reintegrarse a la oscuridad del camino.
Una madrugada dijo que le dolía la cabeza, antes de caminar hacia el adios. Desde entonces se ha almacenado el chocolate listo para calentar y las sábanas han florecido de diferentes colores, pero nunca más se oyó el llamado a la puerta.
Una vez escuchó el claro timbre de su voz, cuando subía por el camino hacia el caserío. Otra vez supo que le vieron en el transporte. Pero la puerta de esta casa espera con ansiedad que vuelva a pasar por ella. Porque hasta los corazones encallecidos se vuelvenn a dejar ablandar.
(El Consejo, 24/9/2005)
Tecla
Nunca recordaré su verdadero nombre, pero por su figura enjuta, sus anteojos de grandes cristales y se vestir conservador se me antoja el nombre de Tecla para ella. Además, cuando supe que santa Tecla nunca existió y que su historia es un fraude, más me gustó el nombre este nombre para ella. Tecla y yo nos detestábamos con total amabilidad.
Conocí a Tecla, así he de llamarla, cuando trabajé un agosto, hace casi 20 años, en una pequeñísima agencia publicitaria de Chacao. La agencia era propiedad de dos señores italianos que no sabían mucho de la comunicación publicitaria pero sí eran justos y equilibrados en sus juicios sobre Venezuela. No como el ejecutivo venezolano de una gran agencia que publiciaba lácteos zulianos, quien un mes antes , en su suntuosa oficina, me había espetado: .-"porque este país es una mierda, ¿verdad?"
Tecla se había graduado en periodismos en "la Católica" unos años antes. Se desempeñaba en un cargo mitad administrativo y mitad jefa de las secretarias. Tecla era hija de italiano y vasca; o quizás lo era de vasco e italiana. Ella acostumbraba hablar por teléfono , con mucho interés y respeto, con unas señoras de apellidos de alta sociedad. Yo supuse que ella haría trabajo voluntario con algunas de esas sociedades benéficas para los niños y para los minusválidos y para los enfermos y para que los esposos de las doñas no paguen impuestos.
Por esos días repuse mi maravillos reloj barato, que era para mí una máquina muy útil: calculadora, alarma y cronómetro, con su pulsera en vulgar plástico negro. Ella lo vio y dijo algo, mirando para la puerta, sobre la elegancia de un verdadero reloj.
Yo viajaba a diario entre Caracas y El Consejo. Entonces ella se jactó, mirando para otro lado, que había salido sólo dos veces en su vida al interior, cuando fue a Valencia. A pesar de todo, ella era legalmente venezolana.
Hoy, repentinamente, me acordé de la pequeña agencia y de la rebautizada Tecla. Nunca más volveremos a vernos y reconocernos, porque mi mala memoria y el orgullo de su falsa estirpe no lo permitir´na. Pero me alegro por ella, seguro ya se aprendió el Himno Nacional, habrá hecho caminatas y otras atléticas demostraciones que evitarán su anquilosamiento. Hasta puede que haya ondeado la bandera en la marcha dl 11 de abril, con el amarillo arriba, sin sentirse agobiada por identificarse con este país de mestizos.
Entre las pocas cosas que hemos ganado en este remolino de marchas y torpe destrucción, es que muchos venezolanos de pasaporte, como Tecla, se han acercado, un poquitico, a serlos de verdad.
(El Consejo, 31/8/02)
Pastor de aves
Toda su vida fue igual. Una permanente mezcla de raciocinio muy claro, modestia y candor infantil. Y él siempre vertía su carácter en los cuentos que relataba, que sembraba en quienes quería: cualquier persona con quien conversara.
En el obligado ocio de su alta edad, tomó la costumbre de, todas las tardes, darle comida a las palomas. Me figuro que como sus oídos fueron ineptos para la diatriba y la palabra soez, en contraparte desarrollaron una especial capacidad para descifrar el viento y las conversaciones de las aves. Así, cada tarde, compartía con ellas, con naturalidad, como se sientan los amigos a tomar café.
Un viernes por la mañana, suavemente rodó al suelo, para morir. Con sencillez y paz, como caen las hojas.
Esa tarde, a la hora acostumbrada, la veintena de palomas se convocó en los tejados y muros cercanos. Arrullaban y esperaban. Alguien de aspecto semejante tomó su lugar, igual esparció los granos, en los mismos sitios. Las aves miraron de lejos el maíz mas ninguna se aercó. Se quedaron solas en los muros y luego, una a una, se fueron yendo. Nunca más volvieron.
Lucía Arismendi
Lucía me contó la historia de sus primeros años, a los que me niego a llamar infancia. Vivía ella con sus hermanos más pequeños en una choza en medio de la sequedad, el calor y la soledad. Su madre partía temprano y ella cuidaba de los hermanitos, aun más pequeños que ella, hasta que mamá volvía, y traía comida.
En ese campo seco había un gran charco de donde, como podían, tomaban agua. Ellos sabían esconderse del demasiado sol, las fieras y, lo peor de todo, la malvada humanidad, Pero mamá siempre venía.
Un día esto acabó. Vinieron unos hombres blancos, bravos, a caballo. Uno de ellos decía que era el padre de los niños. Pero él no trajo pan ni amor. Los hombres se llevaron a los niños porque -decían- su madre era una mala mujer. Y los llevaron al pueblo, donde los entregaron como criados a algunas familias que les gustaban tener siervos. Los hombres firmaron papeles y seguramente hablaron de banderas, leyes y amor de dios.
Durante los siguientes años Lucía trabajó como niña esclava. Cada día, de madrugada, levantaban a Lucía, ponían un banco para que alcanzara la altura de la mesa y hacían que planchara grandísimos pilones de ropa todo el día. Lucía la pasaba encerrada, con la luz de un mechero, trabajando sin descanso. Ella aún no tenía seis años.
Un día oyó una conversación sobre su madre. Había muerto. En la soledad de la choza, soledad abierta a hacha y crucifijo, la india había muerto en la tristeza. Porque hasta un indio duro y orgulloso tiene su parte blanda.
Lucía nunca me contó si ella supo como llorar. Sólo que siguió planchando como absolutamente cada día todos los días. Así fue por un largo tiempo hasta que a los trece años alguien casi desconocido la pidió en matrimonio y de inmediato se casó, como vía a la libertad, o al menos cambiar a una sumisión más leve.
Lucía era una señora mayor, casi bisabuela, cuando juntos recorrimos buscando a sus hermanos por el norte de Anzoátegui. Lucía murió sin encontrarlos ni volver aponer el pie sobre la tierra descalza de aquella choza.